He cruzado la línea hace tiempo, descorriendo casi todos los velos, quitando todas las máscaras/la persona; y me he asomado a otros mundos. Vivo en lo que Baudelaire definía como 'chambre double', la cual sólo abandono para ocuparme de las cosas más necesarias. Mi "estar aquí", mi presencia, se parece a un sueño hibernal iluminado… Vivo instalado en un constante viaje iniciático, en una epopeya que nadie puede imaginar siquiera…

viernes, 6 de enero de 2012

¡Hay tantas Auroras que aún no han despuntado!

Director, documentalista, guionista, productor y actor, el cineasta alemán Werner Herzog, de 69 años, ha dirigido películas tan célebres y tan extraordinarias como “Aguirre, la cólera de Dios”, “Corazón de cristal”, “Nosferatu, vampiro de la noche”, “Fitzcarraldo”, “Grito de piedra”, “Rescate al amanecer”... Una buena reseña biográfica sobre el genio de Herzog, podemos leerla aquí:


Hoy traigo un enlace realmente bello y prodigioso: la escena final de la película de Herzog “Grito de piedra” (1991), con música de Wagner. Unas imágenes grandiosas que merecen la pena ser vistas, o más que vistas, contempladas…


“Los débiles y malogrados deben perecer: artículo primero de nuestro amor a los hombres…” Friedrich Nietzsche

Comienzo mi post de hoy con un fragmento muy interesante de la novela histórica “La sonrisa de la Gioconda. Memorias de Leonardo” (Ed. Planeta), escrita por Luis Racionero, el cual obtuvo, con esta obra, el Premio de Novela Fernando Lara 1999. Pone el autor en boca de Leonardo estas palabras…: “El mundo antiguo valoraba la valentía, vigor, fortaleza en la adversidad, orden, disciplina, felicidad, justicia; para Maquiavelo, el Pericles de Plutarco, la Roma de Tito Livio eran las horas cumbres de la humanidad, lo que debemos recuperar. Contra ello se alzó la moral cristiana que propone caridad, piedad, sacrificio, amor de Dios, perdón al enemigo, desprecio de las cosas de este mundo, fe en la otra vida y en la salvación del alma individual. Con semejantes principios - opina Maquiavelo - no se va a ninguna parte, y menos que nada al siglo de Pericles o a la Roma de Augusto; las virtudes cristianas no permiten estructurar una polis: la fe cristiana ha vuelto débiles a los hombres, presa fácil de los ‘malvados’, hasta pensar más en cómo soportar las injurias que en vengarlas; el cristianismo ha quebrado el espíritu cívico, haciendo soportar las humillaciones, de modo que los déspotas no encuentran resistencia. Es imposible combinar las virtudes cristianas - mansedumbre, salvación espiritual - con una sociedad vigorosa, estable, satisfactoria; luego hay que escoger: elegir el camino del cristiano equivale a condenarse a la impotencia política, exponerse a ser aplastados por hombres potentes, ambiciosos, astutos, sin escrúpulos; si se quiere construir una ciudad gloriosa como Atenas o Roma, hay que abandonar la educación cristiana. Eso es lo que hizo, sin decirlo, el pagano Ludovico. Es en lo que cree Maquiavelo; él no es inmoral, no sacrifica la moral a la política, sino que escoge entre dos morales - la cristiana y la pagana - que son distintas. A él le gusta el mundo de Pericles, Escipión, incluso César Borgia, en vez del de Cristo, san Pablo o Savonarola. Los valores de Maquiavelo no son cristianos, pero son morales. Los míos también, con la diferencia de que su ideal es político y el mío artístico, pero ambos somos paganos…”  [Op. cit., páginas 197-198]

No cabe duda de que el cristianismo de los orígenes supuso un síncope de la Tradición Europea (representada por la Roma solar y heroica). Son muchos los autores que han visto en el cristianismo primitivo el origen de la descomposición del orden romano, desde Leonardo da Vinci pasando por Voltaire, Maquiavelo, Edward Gibbon, M. P. Nilson, Tenney Frank, Ernst Renan, F. Nietzsche, A. de Gobineau, G. Sorel, Max Weber, J. B. S. Haldane y un largo etcétera, hasta Julius Evola, Louis Rougier, Carl Gustav Jung, Miguel Serrano, René Nelli y Gore Vidal en nuestro más inmediato presente… Ya, durante la última etapa del Imperio Romano, hubo - por descontado - mentes lúcidas que percibieron y denunciaron activamente la metástasis realmente subversiva de las primeras células cristianas. Una de esas mentes lúcidas fue Celso, filósofo griego, que destacó con su obra “Discurso verdadero contra los cristianos” (211 d. de C.) En esta obra, tras unas críticas inteligentísimas y punzantes contra el cristianismo y una encendida defensa del politeísmo y del sistema romano, Celso pone de relieve que el peligro cristiano no sólo es religioso (por su intransigente e intolerante monoteísmo), sino también social y político, puesto que socava los cimientos del Estado y del modo de vida romano… El cristianismo le pareció, y con razón, a los antiguos, una religión de esclavos (como ya remarcaron y recordaron, en la era moderna, Hegel y Nietzsche), vehículo de una contracultura que sólo pudo tener éxito entre los insatisfechos, desclasados y envidiosos. En palabras de Celso - que coinciden plenamente con las del historiador Tácito - “el cristianismo lo forman un amasijo de gentes ignorantes y crédulas mujeres reclutados/as entre la hez del pueblo” (‘La mentira cristiana’, c. XIII op. cit.) – De entre la abundante bibliografía que podemos encontrar mostrándonos claramente estos hechos, yo recomiendo vivamente la lectura de una novela histórica extraordinaria titulada “Juliano el Apóstata”, escrita por Gore Vidal. En esta esclarecedora obra del famoso novelista estadounidense podemos ver con nitidez todo lo aquí dicho, al detalle, y de una forma estremecedora…

Ahora, a comienzos del siglo XXI, la Iglesia Católica denuncia con frecuencia la ‘apostasía de las masas’. Y tiene razón, en parte. Es cierto que el número de fieles cristianos practicantes en el mundo ha disminuido muchísimo y es, a fecha de hoy, mínimo, casi ridículo, en comparación al de otras religiones o al de la ingente cantidad de personas que son ateas, agnósticas o indiferentes con respecto a cualquier fenómeno religioso o espiritual. Es cierto también que se ha dado una apostasía masiva en la Iglesia, desde el siglo XIX, pero sobre todo desde el Concilio Vaticano II. Esto es un hecho estadístico real desde el punto de vista cuantitativo, digamos. Pero el sustrato cristiano - y eso lo sabe muy bien la Iglesia, aunque no lo diga - está intacto, completamente intacto en todo Occidente, o al menos en aquellos lugares donde imperó durante siglos y siglos la Cristiandad. Existe todavía (y así será por mucho tiempo) una ‘mentalidad cristiana’, una forma de ser y de actuar judeo-cristiana que está inscrita a sangre y a fuego en las masas de los pueblos de Occidente, en su inconsciente colectivo. Es más, y siendo audaces en este asunto, en el que es imposible profundizar en este post, podemos afirmar con rotundidad: en el plano ideológico, un socialista, un comunista…, es un cristiano sin fe, pero un cristiano. La práctica totalidad de las ideologías surgidas en la modernidad son fuertemente religiosas, constituyen de hecho un cristianismo secularizado. O como decía, gráficamente, Chesterton: “Las ideas modernas no son sino ideas cristianas que se han vuelto locas…” Y es que hemos de confrontarnos a una realidad incontrovertible: un cambio de mentalidad, una transmutación real de conciencias, una transformación auténtica de una cosmovisión a otra, tarda milenios en realizarse. El tiempo no tiene prisa. Por eso, la sabiduría ancestral de la antigua India hablaba siempre en términos de grandes ciclos de tiempo, de una magnitud casi inconmensurable, en su visión vertical (no horizontal ni lineal) de la historia. Así, en el Rig Veda, podemos leer: “¡Hay tantas Auroras que aún no han despuntado!”

En todo este amplio contexto, las personas que apostamos por la ecología profunda, por el biocentrismo, por el neopaganismo y el retorno a la naturaleza, por el post-humanismo en aras de seres sobrehumanos por encima del bien y del mal; las personas que concebimos el mundo con una Weltanschauung que compartieron (con todas sus diferencias, e incluso con sus guerras fratricidas, que fueron un desgaste y un error de grandes proporciones) los antiguos griegos, romanos, vikingos, germanos, persas, celtas…; en fin, las personas que amamos la cultura europea precristiana y la que soterradamente ha llegado hasta hoy en sus más diversas formas gnósticas, nos sabemos completamente póstumos, conscientes de que jamás veremos, en esta vida, más que este sistema demiúrgico oscuro y perverso adorador de la materia y el dinero, totalmente vacío de espíritu y de creatividad. Al último hombre le queda cuerda para rato….

Por este motivo, en mi anterior post, tuve a bien rendir homenaje al filósofo noruego Arne Naess, a quien siempre he admirado profundamente por considerar a la humanidad como una parte más del entorno natural, de manera que - según Naess y su visión biocéntrica - todos los seres vivos, plantas, animales y hombres tienen el mismo valor y sirven a una máxima prioridad: la protección del planeta y la preservación de los sistemas ecológicos. De ahí que, como no podía ser de otra manera, llegase este gran filósofo a declarar en una ocasión que “una drástica reducción de la población del planeta resolvería los problemas ambientales”. Y también: “Tenemos el objetivo no sólo de estabilizar la población humana, sino también de reducirla a un mínimo sostenible (…) pienso que no necesitaríamos tener más de mil millones de personas para tener la variedad de culturas que teníamos hace 100 años…”

Estas más que certeras afirmaciones, apoyadas sobre hechos indiscutibles (la superpoblación es un problema gravísimo que no podemos soslayar por más tiempo), y como tales censurados por el sistema, apoyan la idea de que la población humana se reduzca hasta un número de vidas suficientemente sostenible para preservar la especie y las distintas razas sobre la Tierra. Por este motivo, los seguidores de Naess apoyan la anticoncepción, la esterilización masiva de mujeres y hombres e incluso cuestionan la idea de ayudar a los países pobres, para dejar actuar a la naturaleza. En una palabra, siguen la sociobiología darwinista de la selección natural en la estela de la máxima de Nietzsche que he puesto al comienzo de este post.

De una manera clara y evidente, todas estas premisas chocan de frente con la visión antropocentrista judeocristiana y occidental, que las ve como una ‘rebaja’ de la dignidad humana en favor de la naturaleza, cuando realmente se trata de una igualdad. A su vez, la mentalidad todavía dominante critica al biocentrismo por plantear una vuelta al estado primitivo, en el que el hombre era una parte más del medio en el que vivía. Al sistema, claro, le interesa la masificación, puesto que las masas son más fácilmente manipulables, de ahí su predilección por las grandes aglomeraciones humanas (las ciudades-termiteras).

Ciertamente, Arne Naess fue no solo un gran filósofo, sino también un profeta y un visionario. Como Ghandi, se mostró siempre muy contrario a las tecnologías, al proceso industrial y a todo aquello que irrumpía o entorpecía el progreso de los ecosistemas naturales. Además, defendió la idea nietzscheana de vernos a nosotros mismos como parte de una totalidad orgánica y única. Este pensamiento, que suscribo plenamente, con todas sus premisas, no ha tardado en entenderse como una especie de religión de la naturaleza, y es que, efectivamente la Ecología Profunda tiene un amplio contenido espiritual que intenta que la persona se aleje de la alienación y el aislamiento del mundo moderno, para entrar en consonancia con su medio biológico.

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